Dos
más, sólo somos dos jóvenes más que se van de España. Nuestro caso no es más
especial, más doloroso, ni más original. Pareja de casi treintañeros,
licenciados, con un posgrado, viviendo en casa de los padres, con trabajos con
los que no llegamos a mileuristas sumando los dos sueldos y sin vistas a
augurar algo mejor.
¿Te
suena? Esos somos nosotros, ese eres tú, tu vecino, tu hermana o tu amigo de la
infancia, ni más ni menos. Pongámonos en antecedentes.
Nuestra
relación con la universidad acabó allá por el año 2010. Tener una carrera, el
sueño de muchos de nuestros padres, de toda una generación. Quisieron darnos
aquello que ellos no pudieron tener, esperando que nosotros tuviésemos lo que
ellos pensaban que sería una vida mejor, una preparación y una profesión “de
las de estudiar”. Porque en época de nuestros padres, el rico era el que
estudiaba y para ellos (al menos para los míos) era lo mejor que se podía
tener. Toda mi vida he escuchado en casa “estudia mi hija, que es la única
herencia que te podemos dejar”. Y aunque nadie me obligó, di todos los pasos
que supuestamente se tenían que dar: Educación Secundaria Obligatoria-
Bachillerato-Universidad.
No
contentos con la Licenciatura en Historia, hicimos un posgrado en Gestión del
Patrimonio Cultural. ¿Para qué? Para obedecer a una vocación. No, ahora en
serio, ¿para qué?, pues para nada. La cultura ahora mismo no interesa, nos
equivocamos si pensamos que podíamos ganarnos la vida a su costa. ¿Será por el
momento que vivimos o será por desinterés general?. Yo creo que es el cóctel de
todo un poco: crisis, turismo de sol y playa, nivel educativo dudoso y campo
poco lucrativo para la clase dirigente.
Retomamos
el tema, allá por el año 2010 comenzó la andadura post-universitaria, la de
salir al mundo real y buscar un trabajo “de verdad” (lo entrecomillo porque ya
no se qué es eso). El primer chiste que nos contó el mundo laboral fue el de
trabajar como azafatos de congresos. Nosotros y nuestros compañeros estábamos
tan mal pagos como bien formados, además, en unas condiciones laborales
bastante, llamémoslas, austeras (por no decir nada más).
Tras
un año aproximadamente, cuando creíamos que sólo podíamos encontrar algo mejor,
entro a formar parte de la plantilla temporal de una tienda, sangrantemente
llamada como un valioso instrumento de cuerda, y cuyo logotipo es una clave de
sol. Doblar ropa, vender ropa y aguantar estupideces. Genial. En 8 meses de
trabajo ni siquiera recuperé el dinero invertido en el posgrado. Mientras
tanto, Aitor repartía compras, cobrando mucho menos que yo (que ya es decir) y
trabajando el triple. Él ha visto un poco de luz, guiando las visitas en alguna
exposición de arte, al menos un pequeño roce con la profesión, pero es algo
sólo eventual.
En
medio de todo esto, cuantos más palos recibíamos, se fue forjando una idea, la
cual ha sido el aliciente para aguantar muchos chaparrones en éste último año.
Emigramos, se acabó. No aguantamos la situación personal antes descrita, ni el
panorama social, político y económico de este país. Cuando cada día es una
amargura, hay que ir en busca de la felicidad.
Ahora,
extrapola esto a cualquier persona, sólo cámbiale el nombre, la profesión o la
ciudad. Se trata del sentimiento de toda una generación que veía aquello de la
emigración como algo que hicieron sus abuelos, algo que veíamos como
desgraciado en las noticias o un suceso que pensábamos que jamás pasaría en
España.
Próximo
Vuelo: Gran Canaria (LPA)/Melbourne-Tullamarine (MEL). Allá vamos.
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